Agrupación Europea de Pensionistas de Cajas de Ahorros y Entidades Financieras

PUBLICACIONES

Índice de Documentos > Boletín Euroencuentros > Número 22



Europa lleva muchos siglos a sus espaldas y esperamos que le queden aún muchos más por delante.
Emergió en la historia de Occidente como un pequeño promontorio de Asia y se ha convertido, tras siglos de expansión cultural, económica y política, en el centro del mundo durante mucho tiempo, ha vuelto a encontrar hoy las dimensiones de aquel promontorio, cómplice del desarrollo tumultuoso de los demás continentes y víctima de sí misma y de aquel acto suicida que lleva la fecha de la primera guerra mundial, hace cien años.
Tras siglos de guerras «civiles», entre pueblos más enfrentados que hermanados, Europa parece haberse arrepentido tras los dos trágicos conflictos mundiales, que han dejado decenas de muertos en sus tierras. La mitad del siglo pasado ha marcado una censura en esta historia de infinitas violencias, provocadas por intereses económicos divergentes y por rivalidades políticas, acompañadas a veces por conflictos religiosos.
El 9 de mayo de 1950, tras sólo cinco años desde el final de la segunda guerra mundial, la memoria de los infinitos conflictos europeos y la sabiduría de políticos clarividentes se tradujo en una «Declaración» del ministro de exteriores Robert Schuman, que llamaba a los pueblos beligerantes (empezando por Francia y Alemania) a políticas de cooperación para reconstruir Europa y consolidar la paz.
Una apuesta que hasta ahora se ha conseguido lograr en una buena parte, al menos en los países que poco a poco se han unido a la aventura de la integración comunitaria, pero sin olvidar los conflictos que estallaron en las fronteras de Europa, como el caso de la ex Yugoslavia a principios de los años 90 y, en menor medida, en el sur del Cáucaso y, más reciente y con más gravedad en Ucrania.
Hoy, tras cien años desde la «inútil matanza» de la Gran Guerra – llamada también, no por casualidad, «Guerra Europea» y tras más de sesenta años desde la «Declaración» de Schuman, Europa se ve inmersa en turbulencias inquietantes y vuelve a sentir cómo ceden  los cimientos comunes, construidos con gran paciencia y ampliados a través del tiempo, desde los seis primeros países fundadores hasta los veintiocho de hoy.
Diecinueve de ellos han intentado dar un paso hacia adelante adoptando la moneda común, el euro, que si por un lado ha instaurado una fuerte unión política, por el otro ha sido acusado de haber hecho desembolsar, durante la larga crisis económica, precios demasiado altos a los países miembros más débiles, a los que el Banco central está intentando ayudar en sus últimas intervenciones.
Una historia de experiencias valiosas, muchas de las cuales positivas y otras negativas, desde las cuales volver a empezar para retomar la aventura de la construcción de Europa, evaluar su solidez y debilidades de hoy y preguntarse sobre los posibles desarrollos futuros.
Sin recorrer nuevamente la rica historia de Europa, pero sin olvidar sus orígenes culturales que la han visto crecer en el gran continente euro-asiático, basta con detenerse en sus vicisitudes del siglo pasado para que vuelvan a la memoria tragedias y renacimientos de una región del mundo fragmentada y en búsqueda de una nueva cohesión.
Europa, resultado de culturas e identidades rigurosamente plurales, entró en el siglo XX con el impulso de una economía lanzada por la industrialización del siglo precedente y por un fuerte desarrollo de los comercios y servicios financieros: no en vano se habla, de aquella época, como la «primera globalización». 
Los Estados nacionales convivían con tensiones políticas, alimentadas también por impulsos de colonización tras el reparto del mundo acordado en la Conferencia de Berlín de 1884, por la que se aliaron entre sí y se expusieron a los estallidos de potenciales conflictos. Eran años en que la Europa de la Belle Epoque parecía vivir un momento de gracia, pronto desgarrado por aquel pistoletazo en Sarajevo, el 8 de junio de 1914, detonador de la primera guerra mundial: tenía que ser una «Blitzkrieg» (guerra relámpago) y duró cuatro años. Se saldó con diez millones de muertos, cambió el curso de la política mundial y fue un suicidio para Europa.
En el pequeño continente europeo, en un territorio relativamente circunscrito, se enfrentaron hasta disolverse cuatro imperios y no bastó el Tratado de Versalles, firmado en París en 1919, para recomponer el continente; sino que la recomposición de Europa a partir de una base étnica, la modificación de las fronteras y, sobre todo, el duro castigo impuesto por Alemania, junto con los incipientes nacionalismos, fueron el origen de los desconciertos políticos, especialmente con los regímenes totalitarios en Alemania, Italia y Rusia, que contribuyeron a desencadenar, apenas veinte años más tarde, la segunda guerra mundial.
Esta vez el teatro bélico se había extendido desde Occidente hasta Oriente, con sesenta millones de muertos en los campos de batalla, en los campos de concentración y en las ciudades derruidas, desde Londres hasta Dresde pasando por Hiroshima y Nagasaki. Siguió un nuevo Tratado de paz, firmado nuevamente en París en 1947: por un lado las potencias ganadoras, entre ellas Francia, Reino Unido, Estados Unidos y la Unión Soviética, y por el otro las derrotadas, entre ellas Italia. Alemania no tuvo que firmar nada, había sido prácticamente expulsada como Estado soberano y como interlocutor internacional, ni siquiera hubo ratificación de la Administración americana, que había elegido una política aislacionista.
Una nueva ronda de relaciones internacionales se abrió en Yalta: los tres Grandes (Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Soviética – Francia no había sido invitada-) se repartieron las zonas de influencia en Europa y pusieron en marcha la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que nació el 24 de octubre de 1945 con el Tratado de San Francisco y fue creada para sustituir al «fantasma» de la Sociedad de las Naciones (SDN), creada a partir del Tratado de París en 1919 y extinguida sin grandes remordimientos en 1946.
Nacieron en aquel clima nuevas iniciativas y uniones internacionales. Entre las principales, la adopción en 1948 de la Carta de los derechos universales y la creación en 1949 del Consejo de Europa, con sede en Estrasburgo, hoy compuesto por 47 países, entre ellos todos los de la UE, Turquía y Rusia
En abril de 1951 se creó, con el Tratado de París, la Comunidad europea del carbón y el acero (CECA). La inauguraron grandes estadistas del momento: Robert Schuman y Jean Monnet en Francia, Konrad Adenauer en Alemania, Alcide De Gasperi en Italia y Paul-Henri Spaak en Bélgica. Empezó una gran aventura, un proyecto único en el mundo para crear una «democracia entre naciones, tras los resultados negativos de los regímenes políticos basados en una inesperada idea de “nación” y que desembocaron en la tragedia de las dos guerras mundiales que habían destruido Europa y turbado el mundo».
Empezó entonces para Europa una historia compleja, con momentos de crisis seguidos de relanzamientos, sin todavía un progreso significativo hacia aquella Unión política deseada por los padres fundadores, un sueño que se tornó más difícil con veintiocho países miembros y con un difundido clima de desconfianza, o una declarada hostilidad, frente a las actuales instituciones de la UE.

UN PRESENTE DIFÍCIL
En los últimos años han coincidido acontecimientos difíciles para Europa, marcados por una crisis financiera y económica sin par, con flujos migratorios masivos y con conflictos armados en sus confines que han tenido un fuerte impacto social y político para la Unión Europea.

El impacto de la crisis financiera y económica
La crisis financiera se ha manifestado sobre todo a través de un desequilibrio de las cuentas públicas de muchos Estados europeos: algunos se encuentran fuera del umbral consentido por el déficit, como Irlanda, Reino Unido y España, pero también Francia e Italia con un desequilibrio relativamente contenido; más alarmante es la situación de la deuda pública, en especial en Bélgica, Irlanda y Portugal, pero sobre todo en Italia y Grecia. Desequilibrios que han hecho temer riesgos de bancarrota y que han mantenido en alerta a la Unión Europea y su moneda común. Las consecuencias de la crisis financiera sobre la economía real han sido desastrosas: en la zona euro, sólo Alemania ha conseguido un crecimiento importante, mientras los demás países han registrado una inmovilidad sustancial, en algunos casos, seguida por momentos de recesión y, recientemente, por débiles signos de mejora.
El impacto de la crisis ha sido fuerte en el plano social: el paro ha crecido, superando en la zona euro el umbral del 10%, con cotas muy altas e inquietantes para el empleo juvenil: un joven de cada dos no tiene trabajo en España, uno de cada tres en Italia. 
Las personas en condiciones de pobreza han superado en Europa el umbral de los 60 millones y, según el Eurostat, en Europa, una de cada cuatro personas se encuentra en riesgo de pobreza.
Estaba claro que el cúmulo de tantas crisis traería consigo crisis políticas, no solamente en algunos países de la zona euro, sino también en las cumbres de la Unión Europea. 
En los últimos años han caído en la crisis los gobiernos de Irlanda, Portugal, Grecia y, por dos veces, también el de Italia. En Grecia e Italia, la política se ve obligada a dejar espacio a los «técnicos», hasta arriesgarse a probar formas inéditas de delegación, haciendo surgir perplejidades basadas en la salud de nuestra democracia y en la capacidad de la política a la hora de asumir sus responsabilidades.
Especialmente grave ha sido la crisis financiera y económica de Grecia, obligada a repetir elecciones y a severas políticas de austeridad que han contribuido también a poner de rodillas a un país que, sólo en verano de 2015, pudo respirar un poco más gracias a un acuerdo con la UE y el Fondo monetario internacional cuya aplicación es todavía frágil.

La fragilidad de las instituciones europeas
Igualmente interesante – y bajo algunos aspectos inquietante – resulta lo sucedido en las instituciones europeas y en sus alrededores. El trabajo diario de la Comisión Europea ha seguido sin encontrar, hasta hace poco, esa capacidad de iniciativa que le han confiado los Tratados para hacer progresar la integración europea, acabando siempre en un conflicto de intereses divergentes aparecidos en el Consejo Europeo y poco alimentado por las buenas intenciones del Parlamento Europeo.
En este vacío institucional, apenas moderado por el activismo del Banco Central Europeo, se han asomado dos gobiernos – el alemán y el francés- decididos a coger «la oportunidad de la crisis» para tomar las riendas de una Unión incierta y dividida. Quien hubiese comparado este «tándem» con el mítico «eje franco-alemán» de hace tiempo, se habría equivocado de momento histórico. Tras la unificación alemana en 1990, los nuevos líderes llegados al poder en Alemania y Francia y los estragos provocados por la crisis financiera, el paisaje político y económico de un lado y otro del Rin han cambiado de forma profunda.
Alemania se ha convertido en el país más importante de la UE con diferencia, no solamente por sus dimensiones demográficas, sino también por su fuerza económica y su creciente entrada en el mercado europeo y mundial. Se ha convertido claramente en una nueva ambición política para la UE, que se ha expandido también hacia los confines orientales de Alemania, que todavía rechaza cortésmente asumir el papel de guía de la UE.
Para Francia ha sido distinto, un país con dificultades en aumento sea en el interior sea en el plano internacional, cuyo papel se ha ido reduciendo; no obstante, sigue manteniendo algunas posiciones conquistadas en la posguerra, como en el caso del Consejo de seguridad de las Naciones Unidas o en el marco del Fondo Monetario Internacional, tras los eventos poco exultantes para el orgullo francés, empeorados también por el acercamiento a la dirección del Banco Central Europeo, en la que Mario Draghi sustituyó al francés Jean-Claude Trichet.
En este contexto, hay que reinterpretar la imagen del «tándem» franco-alemán por lo que es: pedaleando entre dos y con un vigor distinto, pero con uno sólo al mando, el de Angela Merkel, cancillera alemana, objeto de críticas crecientes no sólo en la UE, sino también recientemente en su país, tras sus valientes tomas de posición sobre la acogida de los refugiados sirios.
Las elecciones europeas de junio 2014 confirmaron las dificultades por las que atraviesa la UE, dando un gran consenso a áreas políticas euroescépticas y con dominante populista, pero sin sancionar negativamente a las dos mayores formaciones europeas, el Partido popular europeo y el Partido socialista europeo, de los cuales son respectivamente expresión el Presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Junker, y Martin Schulz, actual Presidente del Parlamento Europeo.

Una Unión Europea con afán
El marco europeo ha sido profundamente modificado por la progresiva expansión territorial de la UE, que pasó de los seis países fundadores a los 28 actuales con la llegada – el último- de Croacia y herida por una crisis financiera y económica sin par en su historia y sacudida por los empellones nacionalistas y populistas; se ha topado con más obstáculos en el camino de una integración política, hoy ya más rápida, entre quien ha adoptado la moneda única, los que quieren adoptarla, los que se arriesgan a salir de ella y los que parecen no quererla en absoluto. O de los tantos que han suscrito al Tratado de Schengen, los que no lo han adoptado y los que han suspendido unilateralmente su aplicación en los últimos meses.
En el marco de esta misma UE, ha cambiado el peso económico y político de los países en sí: han sido llevados al margen países «menores» como Grecia, Irlanda, Portugal; han perdido la iniciativa los países del Benelux, España se encuentra en dificultad, Polonia propone algunas ambiciones, Italia intenta retomar la iniciativa; de Francia y Alemania ya hemos hablado. Queda entender mejor el diseño perseguido por Reino Unido y por su actual joven líder David Cameron, promotor de un temerario referéndum para junio sobre si permanecer o no entre los países de la UE.

El proyecto europeo en el nuevo contexto internacional
En el contexto internacional la Unión Europea deberá volver a plantear su proyecto futuro, sin pretender reencontrar en el mundo una centralidad que pertenece ya al pasado, pero sin renunciar a tejer nuevas relaciones ya sea con sus tradicionales vecinos y aliados, como con las nuevas potencias emergentes, especialmente con Oriente.
En sus confines más próximos, la Unión Europea deberá cumplir con aquel diseño de reunificación europea, iniciado tras la caída del muro de Berlín en 1989, y que ya ayudó a diez países de la UE a salir de la órbita soviética: un camino que sigue con la reciente adhesión de Croacia, con las negociaciones en trámite con Macedonia, Montenegro, mientras esperan poder entrar en la UE Serbia, Bosnia-Herzegovina, Albania y Kosovo; la expansión hasta Islandia ha quedado suspendida.
Pero es en sus confines orientales y meridionales donde la Unión Europea tiene su prueba más difícil.
Al este, en la difícil negociación en trámite con Turquía y, en sus confines septentrionales, con los países del Cáucaso del Sur, vinculados con la UE en el marco de la Política de proximidad. Con Turquía las negociaciones de adhesión viven una fase de estancamiento, justificada cada vez por razones económicas, culturales y políticas, y empeorada por la reciente política del «sultán» Erdogan, tentado por un retorno a los tiempos del Imperio Otomano y responsable de graves infracciones de los derechos fundamentales, como la libertad de prensa. Pero Turquía sigue manteniendo un papel político y militar en una zona con alta inestabilidad como es la de Oriente medio, donde Europa tiene dificultades para gestionar el movimiento de los flujos migratorios masivos. Esto es lo que está pasando en el conflicto de Siria, que ha provocado cientos de millones de víctimas y más de diez millones de refugiados: la tregua frágil actualmente en trámite está aún lejos de una paz consolidada en una zona en la que hay un conflicto de intereses entre Irán y Arabia Saudí y en la que no es posible encontrar solución en el sempiterno conflicto entre Israel y Palestina y en las transiciones irresueltas hacia la democracia de los países del mediterráneo meridional, especialmente en Libia, donde se manifiestan intereses poco claros de potencias más interesadas por el Mediterráneo, más interesadas de lo que a veces puede mostrar la Unión Europea.

UN FUTURO POR RECONSTRUIR
La Unión Europea se ha visto en los últimos años con dificultades a la hora de gestionar la crisis que le ha afectado y de mantener una cohesión, tanto económica como política, en su interior, así como a la hora de desempeñar su papel significativo en el mundo. Si la UE continuase así, habría poco que apostar sobre su futuro, sobre el del euro y, quizás, sobre la continuación de su apaciguadora búsqueda de una unidad política en un continente históricamente dividido y continuamente en conflicto, a veces armado, en su interior.
El «mantenimiento ordinario» en el que se basan los acuerdos vigentes no podrá salvar durante mucho más tiempo a la UE del derrumbe político y del declive económico.
Europa se encuentra en una encrucijada: o crea un nuevo proyecto valiente o está destinada a desaparecer entre los litigios de sus países vecinos, a menudo conducidos por líderes miopes y sin ambiciones o demasiado reacios a tomar iniciativas importantes. En la UE es necesario un «mantenimiento extraordinario», inspirado en un nuevo proyecto político, apoyado por Instituciones profundamente reformadas y, sobre todo, puesto en manos de ciudadanos activos, por fin decididos a construir «su» Unión, una Unión que no infravalore la unión de los Estados, que la represente mucho mejor, aunque sea una Unión mucho más difícil de crear.
Solo bajo estas condiciones la paz podrá ser para la nueva Europa no solo un objetivo, como lo es ahora, sino también un valor que perseguir «sin sis y sin peros»; una Europa arraigada en la solidaridad entre los muchos y distintos pueblos europeos; fundada en la justicia antes que en la legalidad, para que pueda formarse una sociedad inclusiva en la cual todas las culturas que se inspiran en la tolerancia y en las reglas de la democracia puedan dialogar.
No se trata de intentar arreglar un viejo coche que seguramente ha prestado muchos servicios pero que ya no puede responder a los nuevos retos del mundo global. Para poder avanzar se necesitan ahora nuevos ciudadanos europeos, un nuevo Tratado, nuevas Instituciones, nuevas políticas, nuevos líderes y nuevos horizontes-mundo.

Nuevos ciudadanos europeos
La Unión Europea que nos entrega la historia fue creada hace sesenta años por los Padres fundadores visionarios y valientes, conscientes de la necesidad de salvaguardar y consolidar una paz conquistada tras los trágicos años de la segunda guerra mundial y tras siglos de conflictos en todo el continente. El primer proyecto de comunidad europea contemplaba la idea de enlazar los intereses económicos y comerciales de los países vecinos y se servía de reglas complejas destinadas a trazar un camino progresivo hacia la integración política.
Para este diseño se llamó a una tecnocracia organizada y eficiente que contribuyó a que las Instituciones siguieran adelante, consiguiendo los objetivos fijados, algunas veces incluso antes de los plazos previstos, como en el caso de la Unión aduanera creada en 1968. Para ambos, aquellos protagonistas del primer capítulo de la integración, políticos «visionarios» de la época y de la tecnocracia institucional, se trató de vanguardias y de «élites», impulsadas por una visión política y por una perspectiva de nuevos intereses económicos y comerciales que podían derivar de aquel diseño.
Durante los primeros años de la posguerra, la participación activa de los ciudadanos fue más contenida, cuando según ellos prevalecían las urgencias de la vida cotidiana y sus organizaciones sociales conducían a luchas por la reconquista de derechos negados durante mucho tiempo. En Italia, por ejemplo, el primer sindicato de trabajadores continuó muchos años oponiéndose al proyecto comunitario en el cual prevalecían los intereses del capital antes que los de los trabajadores. Y así, entre contrastes, diferencias y tibias adhesiones populares, el proyecto comunitario progresó en sus realizaciones sin servirse de una gran participación popular y la situación no mejoró ni siquiera significativamente cuando, en 1979, a los ciudadanos europeos se les llamó a urnas para elegir, por primera vez por sufragio universal directo, al Parlamento Europeo. Es más, con los años y las nuevas ampliaciones, la participación electoral fue reduciéndose hasta alcanzar, poco menos de cuarenta años después, picos de abstencionismo de alrededor del 50%.
No se le escapa a nadie que, en las cambiadas condiciones de hoy y con una Unión por reconstruir tras las muchas crisis de las cuales ha sido víctima pero también responsable, sería una ilusión reabrir el proyecto de la integración europea sin asociarse de una forma más directa a los ciudadanos, primero en la elaboración del nuevo proyecto de Unión Europea y luego en su gestión cotidiana. Una hazaña nada fácil pero necesaria, que debe traducirse en una pedagogía paciente para explicar la complejidad de la aventura europea y movilizar a los ciudadanos para sostener un proyecto en el que se reconozcan.
Jean Monnet, padre y arquitecto de las primeras comunidades europeas, habría declarado en los últimos momentos de su vida que «si tuviera que empezar de nuevo, empezaría por la cultura»: Quizás en la Unión Europea de hoy, diría que es necesario «empezar por las culturas», las de muchos pueblos, europeos y no europeos, que viven y continúan llegando a Europa y que necesitan una nueva Europa multicultural.

Un nuevo Tratado comunitario
Los Tratados comunitarios han marcado profundamente la historia de la integración europea: desde el de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951, hasta el Tratado actual, el de Lisboa, que entró en vigor a finales de 2009. Releídos en su sucesión han marcado siempre un punto de progreso para el diseño europeo, como en el caso del Tratado de Roma de 1957 o del de Maastricht de 1992, hasta el Tratado actualmente vigente. Pero no siempre las promesas hechas se han mantenido plenamente, o por la resistencia de algunos Estados miembros o porque estaban bloqueados por coyunturas económicas y políticas que han inducido a los países vecinos a jugar solos, haciendo prevalecer sus intereses por delante de los de la Unión.
Un significativo cambio radical político se podría haber dado a partir del Tratado constitutivo de una Comunidad europea de la defensa, no ratificado por Francia en 1954 ni tampoco, más tarde, por aquel «Proyecto de Constitución europea» hundido, también por Francia y después por Holanda, en 2005. En este último caso no todo estuvo perdido y se retomaron elementos importantes de aquel proyecto en el Tratado de Lisboa firmado en 2007 y que entró en vigor dos años después, tras varias peripecias.
Hoy, a apenas dos años de su entrada en vigor, muchas voces competentes se alzan para pedir que se imponga un nuevo Tratado. Incluso la de la cancillera Angela Merkel, tras haber impuesto en 2012 un Acuerdo intergubernamental (denominado «fiscal pact» o «Unión de balance») que, si todo va bien, podrá funcionar de forma provisional en una Unión Europea dotada de una moneda única pero no de un gobierno común de la economía y todavía menos de una política fiscal, al menos armonizada entre los Estados miembros.
Si este Acuerdo llegase a buen puerto, se necesitarán muchas acrobacias jurídicas para introducirlo en el Tratado existente y ofrecerle el apoyo operativo de las Instituciones comunitarias. En fin, otro remiendo que nos recuerda a un memorable discurso de Altiero Spinelli en el Parlamento Europeo para convencer a la Unión de la necesidad de reescribir radicalmente sus Tratados. En aquella ocasión Spinelli, al cual ahora muchos vuelven a citar, evocó la obra de Ernest Hemingway, El viejo y el mar, en el que se cuenta la aventura de un viejo pescador que sale a mar abierto en una barquita cuya «vela era remendada con sacos de harina y cuando se cerraba parecía la bandera de una derrota perenne». Para Spinelli esa era la imagen de la Europa de entonces y, por desgracia, también la de nuestros días.

Nuevas instituciones europeas
Los Tratados europeos, desde los inicios de las Comunidades Europeas hasta el actual de la Unión Europea, se construyen sobre un modelo institucional cuya originalidad y complejidad se han revelado valiosas para seguir el recorrido de la integración europea pero son inadecuadas para llevarla a cabo. El intento, en los primeros tiempos conseguido, consistía en buscar un equilibrio entre Instituciones con predominante vocación soberana y aquellas puestas en salvaguardia de los legítimos intereses nacionales, un sistema de empuje que debería haber llegado progresivamente a una original e inédita «democracia entre las naciones, con características diferentes a las experimentadas "democracias en las naciones", propias de los Estados miembros».
El modelo funcionaba mejor cuando la Comunidad estaba compuesta por pocos países, políticamente más cohesionados entre ellos; empezó a ir mal con el aumento de los Estados miembros, portadores de proyectos de integración divergentes y muy celosos de la propia soberanía: entre estos, Francia y Gran Bretaña y también muchos de los países de la Europa centro-oriental que aquella soberanía había conquistado hacía poco tiempo, y de la cual se muestran muy celosos.
Ahora se tendrán que encontrar equilibrios más avanzados, que refuercen la vocación soberana del orden institucional europeo: una Comisión Europea, poseedora del poder de iniciativa pero también futuro ejecutivo de la UE, un verdadero gobierno cuyo presidente deberá gozar de una fuerte legitimidad popular, gracias a su elección directa, tras el positivo experimento hecho después de las últimas elecciones europeas; un Parlamento Europeo reforzado en sus poderes y una «Casa de los pueblos»  en diálogo con un Consejo Europeo «Cámara Federal», en representación de los territorios de la Unión; un Tribunal de Justicia confirmado en su poder jurisdiccional, con progresivas funciones del Tribunal Constitucional Europeo.
Se necesitará tiempo para realizar todas estas reformas, pero también es muy urgente conseguirlo porque la historia no esperará a la Europa-tortuga del pasado.

Nuevas políticas europeas
De poco serviría un nuevo Tratado y nuevas instituciones europeas si no se hubiesen puesto al servicio de nuevas políticas de la Unión, para reformar las existentes y afrontar los nuevos retos que le esperan a Europa.
Aunque haya mucho por reformar en las actuales políticas de la UE, la crisis actual lo ha puesto de manifiesto, empezando por las desventuras de aquella Unión económica y monetaria tan desequilibrada en cuanto a la moneda y obsesivas políticas de austeridad y sustancialmente sin un gobierno europeo de la economía. Una «cojera», como ha denunciado Carlo Azeglio Ciampi, que la UE está pagando cara y que se tendrá que remediar lo antes posible.
Para afrontar el problema de raíz será necesario revisar las competencias de la UE en materia fiscal y, más generalmente, en materia de política de balance que no podrá dejarse a las «soberanías nacionales»: llamadas, además, para ceder más amplios poderes a la UE también en lo que respecta a la política exterior y de seguridad, si se quiere que Europa vuelva a contar en el mundo.
Además, será necesario un mayor empeño en la vertiente de la política social, incluida una progresiva convergencia de los sistemas de bienestar, para una coordinada tutela de los derechos y lucha contra la exclusión.
En 1951 la política común en el sector del carbón y del metal fue una elección valiente. Hoy lo sería la de una política común de la investigación y de la energía: no solo para aumentar la ventaja competitiva de la UE en los mercados internacionales, sino también para alimentar una política ambiental común para salvaguardar el planeta. En 2015 se ha dado algún paso nuevo en esta dirección y es lícito esperar nuevos progresos en materia de política ambiental tras las positivas conclusiones de la COP 21 de París del pasado diciembre.

Nuevos líderes europeos
Tratados, instituciones y nuevas políticas no llegarían muy lejos si no se llevaran a cabo por la determinación de hombres y mujeres capaces de asumir la responsabilidad del bien común por perseguir, fuertes por sus competencias y, más todavía, por la relación constante y atenta con sus ciudadanos y no solo los de su electorado ni solo los de su nacionalidad, sino con todos, europeos y no europeos, que viven en el territorio de la Unión.
La nueva clase dirigente que necesita Europa no debe obedecer sólo a criterios de origen, para no perder recursos valiosos entre quienes, con los años, han aportado memoria y experiencia a la aventura común y para formar equipos que recojan todo lo mejor que puedan para legárselo a distintas generaciones. Sobre todo necesitamos líderes humildes a la hora de escuchar, preparados para afrontar problemas, democráticos para buscar juntos las soluciones y que trabajen en equipo para no hacernos correr el riesgo de «uno solo al mando» y atentos a oír las voces de aquellos «cuerpos intermedios» en los que Montesquieu depositó su confianza para consolidar la democracia de los tres poderes independientes entre ellos.
No todo está por inventar, pero hay mucho que construir, con el trabajo político de todos los ciudadanos y no solo de las «élites», porque solo así podrá tomar forma una «Unión de pueblos» y no solo una Unión de Estados, útil en los últimos tiempos pero inadecuada para afrontar los actuales.

Nuevos horizontes europeos
Vista en el mapa del mundo, Europa es una península de modestas dimensiones, hasta el punto de suscitar en Paul Valéry la siguiente pregunta: «¿Europa se convertirá  en lo que en realidad es, es decir, un pequeño promontorio del continente asiático?». Si contara solo la geografía, la respuesta a esa pregunta estaría clara, pero como cuenta, y mucho, también la historia y los libres intentos del hombre, todo se convierte en algo más complejo y abierto a resultados distintos.
En su historia, Europa ha conocido siglos de gran presencia en muchas regiones del mundo, en concreto a partir del siglo de los descubrimientos, a los cuales les siguieron largos periodos de dominación colonial. Eso ya es una consideración que pertenece al pasado de Europa y se espera que nadie más sienta nostalgia de ello.
Hoy, la presencia en el mundo se mide en dimensiones diferentes: la de las trampas y las contaminaciones culturales, la de los intercambios comerciales y financieros y de las redes de información e, incluso, la de la capacidad política y militar de controlar territorios y orientar la política de Estados «hipotéticos soberanos».
Europa tiene hoy la capacidad de activar eficazmente las primeras de estas palancas en el mundo, sin tener que renunciar a aquella política, con la esperanza de no tener que activar la militar para la cual, en realidad, está menos equipada pero deberá probablemente reforzar las alianzas a las que pertenece.
Los nuevos horizontes de Europa empiezan desde sus inmediatos confines con los países que aspiran a entrar en la Unión Europea o a asociarse más estrechamente: la respuesta está en la estrategia de ampliación que debe proseguir a las condiciones convenidas y en la de la política de proximidad, en concreto en el área mediterránea, para los que por ahora no responden a las condiciones previstas para la ampliación.
Pero Europa debe mirar hacia horizontes más lejanos: en el norte le esperan nuevas ocasiones para revisar y mejorar sus relaciones con Rusia y en el sur el deber, aunque también el interés, de hacerse cargo del desarrollo de África, su «continente limítrofe». En el oeste, más allá del Atlántico, los cambios políticos en curso en América Latina, en las ex colonias europeas, con respecto al «laboratorio» de las democracias europeas, a las cuales tienen mucho que enseñar; también con los EEUU serán necesarias aclaraciones, no solo a propósito de las actuales alianzas militares, sino también por el acuerdo entre dos modelos de sociedad que pueden ser ocasión de enseñanzas recíprocas. La negociación actualmente en curso entre la UE y los EEUU por un Tratado transatlántico sobre el comercio y las inversiones (TTIP) será una ocasión útil para una aclaración indispensable.
Y finalmente, Asia, el futuro próximo del mundo en el cual emergen dos grandes potencias económicas, comerciales y políticas como China e India, dos países-continente muy diferentes entre sí y protagonistas importantes de los cambios en curso a nivel mundial, no inmunes a posibles sorpresas en cuanto a los resultados políticos, o incluso militares, como en el caso de China.
Nuevos horizontes-mundo le esperan a Europa: son citas a las cuales sería dramático presentarse tarde, como muchas veces ha ocurrido en los últimos tiempos.
Nos toca a nosotros, ciudadanos, entrar en juego para que el gran partido mundial que se está jugando no nos obligue a tener el papel pasivo de espectadores.

Franco Chittolina